Otro
año más. Tenía que asistir al baile, al mismo baile de siempre. De pequeña me
llenaba de ilusión, pero ahora creo que lo he llegado a aborrecer. No sabía que
me pondría. Total, lo más seguro es que nadie se fije en mí.
A la mañana siguiente salí a las calles de Venecia,
para buscar alguna máscara de quita y pon. Pero ese día todo iba más lento. Quería
disfrutar de mi ciudad porque, ahora que me doy cuenta, nunca había tenido
tiempo para ello. Las pastelerías trabajaban muy duro. Ese día, además, vendían
unas chocolatinas carísimas, pero exquisitas. Cuando saboreas una, sientes un
trocito de paraíso en tu boca. Las paredes, con humedades a causa del agua
tenían un brillo único y las flores de las terrazas parecían reírse entre ellas
gracias al cortejo del viento. Me paré un momento junto al puente Rialto,
mientras veía un elegante dragón negro con un gondolero a sus lomos pasar. El
señor me guiñó el ojo. De repente, empezaba a respirarse cierta magia en el
ambiente. Entré a una tienda a comprar leche y la anciana tendera me regaló una
humilde máscara para la celebración. Nada más ver la máscara, supe que ese
baile sería especial, porque esa máscara era especial, tenía cara felina.
La noche tornó el azul zafiro del cielo en negro azabache.
Me puse un collar blanco a juego con el lazo del vestido que me prestó mi
hermana. Sencilla pero dulce y delicada como una rosa, según mi abuela. Cogí la
máscara y me dispuse a ir al baile. Cuando llegué, todo el mundo había entrado
al salón de baile. Solo quedaba un gato negro que me maulló. Como siempre, llegaba
tarde. Me até la máscara y me adentré en aquel monótono banco de peces. Todos
sonrientes y perfectos para la ocasión. Me acerqué a mi amiga, que hablaba con
su primo. Entablamos una larga conversación. Me gustó. El chico decía que detestaba
la hipocresía de la gente que acudía a aquel lugar. Pensaba igual que yo.
De pronto, el suelo empezó a temblar. Unas hélices atronadoras
perforaban mis oídos. “No puede ser, bombarderos” -pensé. Perdí de vista a mi
amiga. Se hizo el caos. Solo quedábamos el muchacho y yo. Salimos corriendo. Caían
las primeras bombas. Yo estaba absolutamente aterrorizada. No había una guerra
desde el año 2767. Nos refugiamos en una panadería abandonada. Aún olía a pan
recién hecho. Las llamas devoraban las casas, las macetas, las góndolas, todo.
El chico me cogió por los hombros, me miró fijamente y me dijo que no me
asustara. Inesperadamente, se transformó en el gato negro que había visto antes.
Era él. Pero ahora hablaba. Me dijo que le diera un beso, pero la sola idea me
repugnaba: a saber que habría comido o peor aún, lamido. Antes de besarlo, quise
pedirle una explicación. Entonces, me dijo:
- Si me besas, nos salvaremos porque tu máscara tiene
un poder secreto. Si un humano tiene puesta la máscara y besa a un gato, ésta se
convierte en un portal. De este modo, podremos salir de aquí.
- ¿Y a dónde nos conducirá?
- A la
Tierra , a la verdadera Venecia…
Maite Díaz.
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