Era un día soleado, como otro cualquiera. Estaba
empezando a hacerme mayor, así que decidí que mi 16 cumpleaños lo celebraría
con mis amigos en las playas de Alborán. Un lugar donde las cigarras cantan de
sol a sol, los pinos mediterráneos destacan por sus agujas esmeraldas y el mar
es el papel donde dibuja el cielo.
Nos fuimos temprano, para aprovechar al máximo las
horas que teníamos por delante. Disfruté cada rayo de sol, mientras veía mi
piel dorándose con granos de sal sobre todo mi cuerpo. Sin embargo, lo que más
me gustaba de aquella cala era sentarme a su orilla, cerrar los ojos y dejarme
llevar a mundos lejanos. El agua palpaba mis pies y los vestía con arena. El
viento murmuraba a mi pelo cosas que solo ellos dos entendían y el olor a
salitre llenaba hasta la última célula de mi organismo con recuerdos. Pero lo
que más me hechizaba de ese paraíso era el sonido del romper de las olas…
Al atardecer, decidimos entrar en una gran casa
abandonada, que se encontraba en nuestra playa. Traspasamos su puerta, raída
por el paso de los años; sus muros de cal empezaban a deteriorarse a causa de
la humedad. Atravesamos el comedor, lleno de sillas de esparto que rodeaban una
mesa muy alargada, presidida por un botijo de cerámica. Parecía un lugar donde
los típicos abuelos invitaban a sus nietos a pasar el verano con ellos. Las
telarañas envolvían cada esquina, cada vivencia.
De repente, un escobón cayó al suelo, ninguno había
tocado nada. En ese momento, un perro comenzó a ladrar, y pudimos oír que la mecedora del porche empezó a moverse. Nos
miramos aterrorizados, así que dimos por finalizada nuestra visita.
Al darnos la vuelta, un niño de unos seis años que
vestía un bañador de los años 40, nos observaba. El chiquillo emprendió una veloz
carrera hacia nosotros, que salimos corriendo en todas direcciones.
El niño me perseguía mientras algunos de mis amigos
habían conseguido huir. Me sentí una rata de laboratorio, incapaz de ver la
salida en ese laberinto de habitaciones oscuras. Entonces, vi una gran ventana,
la abrí y salté.
Cual fue mi sorpresa que en ese instante me vi
convertida en una cometa. Pude volar gracias al temporal de levante, planeaba y
planeaba, era libre. Los pájaros me miraban con recelo y mis amigos
contemplaban atónitos el espectáculo.
A la mañana siguiente, cuando desperté, estaba junto
a mi hermana. Al verme, me sonrió, su cara rebosaba felicidad.
La volví mirar
y me dijo: -¿Qué, otra vez soñando con los
humanos?
Maite Díaz.
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